Los resultados, interpretaciones y conclusiones pertenecen a sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista del Banco Europeo de Inversiones.
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No sé muy bien qué es Europa; de hecho, si me viera obligado a contestar con una sola frase a esa pregunta, probablemente lo más honesto sería rehacer lo que dice San Agustín, en sus Confesiones, al principio de una deslumbrante reflexión sobre la naturaleza del tiempo: «Si nadie me pregunta qué es Europa, lo sé; pero, si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Aunque miento: algunas cosas sí sé de Europa. Por ejemplo, sé que para mucha gente, quizá sobre todo para muchos jóvenes, Europa se identifica hoy con la Unión Europea, y que para muchos, jóvenes y viejos, hoy la Unión Europea se identifica, en el peor de los casos, con una reunión desganada e improbable de países con mucho pasado y escaso futuro, y, en el mejor, con un ente supranacional, frío, abstracto y distante cuya capital se halla en un lugar frío, abstracto y distante llamado Bruselas, que no se sabe a ciencia cierta para qué sirve salvo para dar trabajo a montones de grises burócratas y para que los políticos populistas del continente entero le echen la culpa de todo lo malo que ocurre en sus respectivos países. No importa que la realidad sea por completo distinta, que de la Unión Europea dependa ahora mismo el bienestar de los europeos y que sus instituciones construyan o ayuden a construir escuelas, hospitales, bibliotecas y carreteras, que apoyen a pequeñas y medianas empresas o que financien la investigación científica; lo cierto es que, a pesar de todas esas evidencias, que tienen una repercusión inmediata en la vida de los ciudadanos, Europa, o al menos la Unión Europea, es vista por muchos europeos con recelo o indiferencia.